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Los gallos son pa’ ponerlos a pelear no pa’ volverlos maricas

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PobreEl mejor 

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Una noche de gallos vinieron a buscar a mi padre desde una vereda lejana que nunca logramos conocer. Le ofrecieron un gallo culimbo, colorado, con seis peleas. El señor dijo que lo vendía porque no tenía para apostar y tampoco para llevarle comida a su familia, y que lo buscaba a él porque era el único que hacía favores en el pueblo. Le pidió una modesta cifra, pero mi padre le pagó el doble con la condición de que el gallo fuera bueno.
El señor y su hijo se marcharon, se despidieron del gallo y prometieron volver para saber cuántas peleas más había ganado. Misael Pérez, el hijo del hombre más poderoso de la región me vio sujetando el gallo y jugando con su cabeza, trataba de limpiarle el pico, nuestra intención no era hacerlo pelear, sólo llevarlo a la casa y escucharlo cantar; a mi padre le gustaba apostar en las peleas de gallos, pero sólo en las peleas ajenas porque nunca le gustó poner en riesgo los gallos propios, el muchacho siguió mirándome con fastidio hasta que me retó de lado a lado con un grito que resonó en todo el recinto. ––Alejandro Montero, los gallos son pa’ ponerlos a pelear no pa’ volverlos maricas, lo reto a que lo pelee con el mío––. Ni modo, no hubo nada que hacer, tuve que decir que sí.

El gallo de los Pérez nunca había perdido, era un gallo pinto, con doce peleas ganadas, todas de millones. Mi padre dobló la apuesta, leí el fruncido de cejas de Julio Pérez, no tenía la plata, pero estaba seguro de que ganaría, aceptó. La gallera se llenó, la gente se colgaba de las vigas, se montaban unos sobre otros, era la primera vez que la veían tan llena, todos apostando, todos a favor del gallo de los Pérez. Mi padre les aceptó la apuesta. Todo o nada. El rumor se esparció por el pueblo, mi amigo Benjamín llegó asustado y cuando me vio me tomó por los hombros, como si supiera ya todo lo que iba a pasar. ––¿Alejandro es cierto que usted retó a Misael Pérez para pelear su gallo? ––me preguntó, en sus ojos se veía una angustia extraña, a mi lado el pobre de Benjamín empezó a adquirir el don de la prudencia, tratando de salvarme de las cosas en que me iba metiendo. ––Quiubo, primero se saluda, y que va, pura mierda, él me retó a mí ––le respondí, evadiendo su mirada mientras calzábamos el gallo con unas espuelas de carey que mi padre afinaba como un viejo maestro. ––Alejandro ese gallo nunca ha perdido, retírese, recoja el gallo no pierda la plata, dizque su papá dobló la apuesta, Don Primo, no haga eso, ese gallo es muy bueno––. Mi padre hizo señas para que le dieran una cerveza. ––Sí, la doblé, jamás hemos apostado tanto, y eso que nos gusta apostar duro, esperemos, uno nunca sabe, que tal que gane ––respondió mi padre con una tranquilidad insólita. ––Si gana es peor, ni Julio Pérez ni su hijo saben perder, de pronto ese viejo le da un tiro a usted o a su hijo––. Ninguno de los dos dijo algo. Pensamos que era una broma.

Benjamín me acompañó a ver la pelea. Se hizo al lado mío. El duelo iba a empezar, estábamos junto al ruedo, se respiraba el olor a sangre de las peleas previas, manchas de dolor y guerra por doquier, sudor, trago, gritos, ansiedad y después: silencio. Entré al ruedo con el culimbo, Misael Pérez entró con su gallo pinto, nos miramos a los ojos, Julio Pérez estaba sentado en el lado opuesto donde estaba mi padre, era un ruedo divido en azul y rojo, careamos los gallos, los bajamos a la altura de la arena, se desprendía un vapor sangriento del suelo. Los lanzamos, corrí junto a mi padre y Benjamín, Misael corrió junto al suyo. ––Nunca lo había visto tan nervioso Alejandro ––me susurró Benjamín, mientras los gallos se miraban de reojo en la mitad del ruedo. ––Eso es porque nunca habíamos peleado un gallo, mi padre los compra y los mantiene en la casa sin pelearlos, casi que los compra para que críen sus pollitos ––le respondí. Se les notaba a juntos que ya eran gallos expertos, recogían pequeños granos con el pico, ignoraban a su rival, caminaban lentamente dándose la espalda, pero de repente se lanzaron las espuelas, sonó un aleteo confuso y se vio una mancha blanca y roja moviéndose en la mitad, se probaron, intentaron matarse de entrada pero eran muy buenos, muy rápidos, volvieron a quedarse quietos, frente a frente, con las cabezas a la altura de la arena y las plumas de sus gargantas como agujas ardientes, leyéndose cada movimiento, amenazándose, buscando el momento preciso para arremeter, para apuñalear; con las pupilas dilatadas, girando alrededor de sus picos separados por milímetros, reconociendo el olor del otro, en una danza que sólo dejaría vivo a uno; la gente seguía muda, nosotros sudábamos de tensión, no era el dinero, no era sólo el miedo a perder, el gallo ahí en la batalla era una parte de nosotros, como un hermano, imaginarlo morir nos llenaba de terror; de nuevo se lanzaron contra el otro, volaron plumas blancas, el sonido de las espuelas era nítido, patadas filosas y certeras, aleteos cortopunzantes, picotazos que se aferraban a la cabeza del otro para asegurar la perforación de las sienes multicolor, cortadas que pasaban como truenos a la altura de las alas, intentos saturados de filo y carey dirigidos a la aorta, golpes agudos al corazón, a los pulmones, impulsos llenos de furia y casta por penetrar la carne hasta lo más profundo de las mollejas y un sonido de roce, de impactos agudos y jadeos dolorosos y enardecidos, hasta que una aguja negra y venenosa atravesó la cabeza de uno de los combatientes.

Fue una batalla fugaz, el gallo de los Pérez lanzó algo así como un lamento de dolor y quedó tendido, revolviéndose, aleteando de agonía en la mitad, mientras el culimbo colorado vigiló su muerte, y cuando lo sintió inmóvil cantó, un canto olímpico y lleno de sangre y victoria, en medio de los gritos exaltados de los espectadores, que contrastaban con la inmovilidad en la que quedamos sumergidos mi padre y yo, e incluso Benjamín. Ganó el gallo nuestro, el gallo godo. Los Pérez nos miraron desde el otro lado del ruedo, yo caminé hasta mi gallo y lo recogí, le revisé el pecho, las alas y los muslos, tenía algunas cortadas pero nada era grave, le sangraba la cabeza, quise salir del ruedo para ir a lavarle las heridas pero vi a Julio Pérez sacar su revólver y apuntarme, el orificio del cañón era negro frío y al fondo brillaba ansiosa una bala de bronce, lo miré a los ojos, vi su dedo moverse con una lentitud vengativa hacia el gatillo, y cuando estuvo dispuesto a apretarlo detrás de mí sentí un estruendo que casi me arrebata el gallo de los brazos, la gente se dispersó en el acto, como si fueran de humo, vi que al mismo tiempo el pecho de Julio Pérez estalló y de él salió un fogonazo redondo y rojo que le rompió la camisa y lo mandó de espaldas contra las sillas, luego me sujetaron por la cintura y me sacaron de la gallera en segundos, mi padre sudaba, miraba hacia atrás pensando que la turba nos seguiría, pero nadie se atrevía a asomarse o a pararse del suelo, Benjamín llevaba un revólver, él dirigía la huida, corríamos tras de él como si fuera la solución o su revólver fuera el amparo. Nos miró. ––Bueno señores Montero, ahora tendrán que andar armados, la gente los va a culpar de la muerte de su caporal––.


Fuente: http://acevedo-celis.blogspot.com/

 

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